Sesenta y nueve nudos
Ninguno de los dos ha estado antes aquí, en esta cama que
flota sobre el océano
y que no sabemos si va a la deriva o si conserva una brújula
interior
que nos hace avanzar tan lenta como ciertamente;
ninguno había pisado este mar con anterioridad, no habíamos
puesto
los pies en estas olas, y sin embargo
ahora
que lo hacemos, ahora
que sentimos el cosquilleo del lomo de los delfines en
nuestras plantas
mientras dejamos que los pies cuelguen descalzos a primera
hora de la mañana,
ambos juraríamos que el otro es un experto en flotabilidad
emocional
sobre lecho de ikea y sábanas de primark, y pondríamos la
mano
en el fuego por ello
si no fuera porque es la que usamos para ir juntos de la
mano
de un lado al otro de la cama.
Nuestro ejercicio diario.
Aparte de follar, claro.
No hay parturientas alrededor, y tampoco suena el teléfono;
no
tenemos que leer nada más que las arrugas de nuestros
cuerpos.
Ahí es donde tienes tú más tarea y yo, un montón de páginas
en blanco.
Aparte de la lectura,
pasamos los días con el hambre de los náufragos, esa sensación
tan angustiosa
como agradable
que hace que nos abracemos fuerte durante las horas que en otro
lugar
serían las horas de trabajo
y nuestros cuerpos se alegren tanto por la pérdida de
soledad que llega con el abrazo
que envíen endorfinas a mansalva para cerrar nuestros
agujeros estomacales.
Ninguno de los dos ha estado antes en este territorio tan mojado
que separa
las minúsculas de las mayúsculas. Ninguno había buceado
antes,
yo ni siquiera sabía nadar bien y tú, aunque supieras, no lo
habías intentado
tanto tiempo.
Pero se nos ha dado bien hasta ahora, y ya ni siquiera
pensamos en que haya
nada mejor en la costa.
Porque aunque esta tarde de verano que parece tranquila nos traiga
marejada,
sabemos que esta noche dormiremos bajo las estrellas
en una cama, casi, de agua.
Y los sueños, si son húmedos y compartidos, mucho mejor.
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